Me dirigía a un local en medio de La Frontera, un término que define el lejano oeste más salvaje, donde impera sólo la ley del más rápido. Vienna, mi ex amante, exmujer y expatrona me había mandado llamar. Sus negocios se habían entremezclado con los de otra gente, el ferrocarril, los grandes ganaderos y los últimos mineros que aún mantenían esperanzas de encontrar la gran veta que les sacase de la miseria.
Un cóctel explosivo que requería un gatillo rápido si se quería permanecer en la partida y luchar por tu parte en aquellas tierras indómitas. Y Vienna quería.
Mi llegada al local no me defraudó. Allí estaba el Sheriff, pistola en mano intentando mantener el orden y… la Ley. Los vaqueros y mineros, en día de paga, eran incapaces de articular palabra y sólo sabían hablar con los puños. Y los hombres del ferrocarril pedían paciencia por las continuas explosiones para terminar de construir los últimos tramos del recorrido. Explosiones que asustaban al ganado, colapsaban las minas y creaban un cierto ambiente de apocalipsis. Y allí, en medio, estaba Vienna, mi Vienna. Pistola al cinto y con manos rápidas en la ruleta para terminar una partida que tal vez terminara también… con la vida de alguno.
La barra era un sumidero de vasos medio llenos de whisky, que unos y otros iban vaciando al son de golpes secos sobre la madera del mostrador. Cada vez había más tensión entre unos y otros, y cada vez los gestos de los bebedores acercaban más las manos a sus cartucheras, con ganas de desenfundar y tratar de terminar aquel griterío de una vez por todas. Y llegó el momento, un minero y un ganadero desenfundaron sus pistolas a la par, y se hizo el silencio. Un silencio plomizo, dulzón que podía acabar con la vida de alguno en cualquier momento. De repente el silencio se rompió por el golpe seco de un vaso que cayó de lado sobre la barra, al hacer espacio uno de los contendientes. El vaso empezó a describir semicírculos cada vez más cerca del límite de la barra y parecía que iba a convertirse en la campana que anunciaría el comienzo del juicio final. Todas las miradas del local coincidían en aquel vaso y en su trayectoria hacia el abismo. Vienna cruzó mi mirada y supe que había llegado el momento de actuar.
Me acerqué a la barra, cogí el vaso al vuelo y lo deposité en la barra mientras le decía al posadero, llénelo de Bulleit Kentucky Straight. Una vez servido agarré el vaso y lo puse al trasluz y miré su color. Comenté pausadamente y voz alta y clara, unos buscan oro y no saben que lo tienen delante de sus ojos.
Después lo esnifé con detenimiento y comenté, centeno de la mejor calidad y exquisita cebada malteada. Sin duda de los mejores pastos. Finalmente tomé un sorbo directo y rápido, y exclamé, Guaoooh! estructura y fuerza, todo lo que necesita un buen ferrocarril… en un trago.
Ante la mirada atónita de aquella muchedumbre, grité mirando a los ojos de Vienna. Esta ronda la paga la casa. Todos estallaron en una gran ovación y la tensión se disipó como por arte de magia. La paz había sido sellada con un trago directo y rápido como una bala, con un trago de Bulleit Straight, ¡el whisky de La Frontera!