El frío de la calle despejó sus mejillas y mi mente. Nunca había visto a una mujer encajar una bofetada como aquella con tanto temple y… estilo. He de reconocer que, vagamente, la flaca empezaba a despertarme cierto interés.
El azar hizo que fuésemos compañeros de interrogatorio en la prefectura donde nos dejaron sin pasaportes, sin dinero y probablemente también sin dignidad. La flaca y yo salimos juntos, como si el estar acompañados nos transmitiese cierto honor compartido. Era noche cerrada y aunque estábamos en el trópico el relente era desagradable para circular por la calle. Casi sin darnos cuenta la música nos llevó directos al Zombie, un antro portuario que era lo que necesitábamos en ese momento. ¿Le pregunté si le apetecía tomar una copa? Asintió sutilmente con un parpadeo de ojos y una provocativa sonrisa que iluminaba unos dientes exquisitamente blancos.
Al abrir la puerta del local un golpe entre dulce y pegajoso nos abofeteo la cara y el olfato. La mezcla entre el humo del local, el olor a humanidad, el tintineo de los vasos y las botellas, y el sonido envolvente de los timbales de la orquesta nos dejó temporalmente desorientados.
A pesar de la escasa luz del local noté como rápidamente todas las miradas se posaban en la flaca y posteriormente en mí. Pasamos junto a la orquesta en estado de trance, su música primitiva y apasionada a partes iguales, nos sedujo desde el primer momento como al resto del local a juzgar por el contoneo de todos los presentes.
Sobre una especie de escenario elevado, estaba Cloé, la bailarina de ébano de La Martinica. La conocía desde que se ganaba la vida bailando para los turistas en la calle o a la entrada de las pensiones, bailando sin parar por unos centavos. Pero de esto hace una década, ahora su talento e inteligencia natural la habían consagrado como uno de los patrimonios vivos de nuestra isla. Al reconocerme me acarició la cara y con un golpe seco de mandíbula me interrogó sobre la identidad de la flaca. A lo que le respondí con una mueca de no conocer la respuesta.
Llegamos hasta la barra que se encontraba al fondo del local y le pregunté a la flaca si un ron le iba bien, me miró firmemente a los ojos y me dijo que sí, que estaba… sedienta.
Como la ocasión y la pareja lo merecían le pedí al camarero dos Clément X.O. con una filigrana de limón. Ella me preguntó, veo que le gusta el Ron agrícola, a lo que contesté con un gesto afirmativo de cabeza, a lo que añadí, en concreto éste. Cuando me disponía a pagar lo recordé: ni dinero, ni pasaporte. Todo confiscado en la prefectura. Realmente este ron no tenía precio, por lo menos para nosotros. A la flaca le pareció no importarle, rápidamente echó una ojeada al local y me dijo, dame diez minutos.
Diez minutos más tarde, regresó y le dijo al camarero: vaya poniendo en remojo otros dos señalando nuestras copas de ron y ofreciéndole un billete de 100 francos. Yo le pregunté, ¿Siempre eres tan rápida recaudando dinero? A lo que ella contestó, sí. Si la ocasión, la compañía y el ron lo merecen.
Cuando me disponía a hacer los honores al ron, ella lo puso al trasluz y empezó a describirlo. Color caoba oscuro. Nariz ahumada con recuerdos a canela y vainilla. Probó un largo sorbo: sabroso y profundo, con notas de tabaco bien arropado por frutos secos y cacao. Y un final intenso y largo, como la noche que espero disfrutemos juntos.
Levanté la copa a su salud y le dije: Flaca presiento que este es el comienzo de una gran amistad.